viernes, 18 de abril de 2014

SOMBRA 35 ...

Aquel fue un verano casi tan largo como la primera noche de mi nueva vida. Había comprobado que podía hacer mi fortaleza inexpugnable, y había sufrido también la primera de las consecuencias: el vacío de Grace. Aunque lo soporté, no hubo una sola hora en la que no escuchase el reloj de péndulo del salón marcar su ritmo constante, una campanada cada quince minutos, dos cada treinta, después tres y después cuatro en las horas en punto. Mi puerta seguía abierta, igual que la había dejado la noche anterior. Aquella noche terminé de perfilar mi estrategia. Cuando empezó la actividad en la casa me levanté para terminar de empaquetar las cosas que había apartado antes de irme a la cama. Cogí la pesada caja llena de recuerdos que quería apartar de mi vida, y la cerré con cinta adhesiva. Con un rotulador escribí Christian, no tocar. La cargué entre mis brazos, y me dirigí al garaje para enterrarla definitivamente entre los trastos para olvidar. Antes de alcanzar la puerta de atrás pasé por la cocina, donde Grace estaba sentada frente a la ventana, removiendo distraídamente una taza humeante. Llevaba aún el pijama puesto, e iba descalza. Tenía la cara hinchada, los ojos hundidos y unas bolsas abultadas teñían de un violeta oscuro sus ojeras. - ¿Christian? – su voz sonaba grave, seria. - Eh, Grace – Casi me avergoncé al saludar – buenos días. - Buenos días cariño –sus ojos seguían fijos en algún punto del jardín, más allá de la pérgola de y de la portería de fútbol. – Julianna, por favor, prepara el desayuno de Christian. ¿Has dormido bien? - Sí, muchas gracias –mentí. – ¿Y tú? Grace se giró sobre sí misma para enfrentarse a mí, que me senté a su lado en la mesa de pino salvaje. Incapaz de sostener su mirada, recorrí con la vista las vetas de la madera de la mesa, arriba y abajo, dándome algo que hacer mientras lo que fuera que tenía que decirme Grace completaba con reproches su actitud ninguneante de la noche anterior. - No muy bien, si quieres que te diga la verdad –una mano caliente aún por el contenido del líquido de la taza me revolvió el pelo.- pero ya me echaré un rato después de comer. Tengo que aprovechar hoy porque mañana vuelven tus hermanos del campamento. ¿Tienes ganas de verles? –una gran sonrisa le atravesaba la cara. - Claro Grace –pero me daba lo mismo. Y más ahora, con mi nuevo plan. Ni Mia ni Elliott tenían cabida mi vida rediseñada sólo para mí. Es más: eran un obstáculo que tendría que aprender a manejar cuando llegara el momento. Julianna trajo otra taza humeante para mí y unas toritas. - Come Christian, me ha dicho un pajarito que anoche te fuiste a la cama sin cenar. ¡Tienes que estar hambriento! –Julianna intercambió una mirada cómplice con Grace. Al fin y al cabo, mi madre era consciente de mi ayuno. - Muchas gracias Julianna. Grace retomó nuestra conversación anterior como si no hubiéramos sido interrumpidos. - Yo les echo terriblemente de menos. A Mia y a Elliott. Igual que te habría echado de menos a ti si te hubieras ido también al campamento. En el fondo tengo suerte de que te hayas quedado. ¡Habría estado muy sola aquí todo el mes! –me miró con esa cara que quería ser sin un abrazo sin tocarme. Formaba parte de ese código que nos inventamos hacía mucho tiempo ya. - No será para tanto. ¡Sólo han estado fuera cuatro semanas! Se había levantado para coger del frigorífico un bote de sirope de arce, mi preferido con las tortitas. Al oír mis palabras se giró y perpleja me dijo: - ¿Que no? ¡Estoy contando los días que faltan para que vuelvan desde que se fueron! Vosotros tres sois lo mejor de mi vida Christian, y estar separada de vosotros es un auténtico castigo. No pude evitar sonreír. El amor de Grace era tan sincero y tan profundo que de no haberla conocido habría pensado que era artificial. Pero no había nada de artificial en su extrañar a sus hijos. No en vano nos dedicaba todo su tiempo, todo su afecto. - ¡No sé qué haría sin vosotros! –siguió. Sus muestras de cariño me hicieron, por un mínimo instante, pensar que tal vez me había precipitado al decidir tan tajantemente que quería ser independiente de sus vidas. Sintiéndome de nuevo avergonzado, empujé con un pie la pesada caja para que quedara escondida bajo mi taburete esperando que, con un poco de suerte, le pasara desapercibida. - ¿Qué es eso? - Um, nada, sólo una caja con algunos trastos que quiero dejar en el garaje. Ya no los voy a necesitar. - Christian, no tocar –leyó en voz alta.- Hijo, cualquiera diría que has metido dentro un animal venenoso. - No es nada Grace, sólo unos cuadernos, algunos libros y muñecos. Ya no soy pequeño. - Está bien, como quieras. Podemos decirle a Olsen que se lo lleve después porque ahora, tengo una pequeña sorpresa preparada para ti. Una especie de regalo atrasado. - ¿Ah sí? ¿Una sorpresa? ¿Por qué, si no es mi cumpleaños? –estaba realmente atónito. - Bueno, el final de curso fue un poco… tormentoso, digamos, y no pudimos celebrar como es debido tu catorce cumpleaños. - Yo, lo siento mucho Grace. - Lo sé querido, no tienes que preocuparte más. Y ya te disculpaste en su momento –su voz sonaba tranquilizadora. - Os prometí que el año que viene no habría más problemas en la escuela, y así será. - Shh, basta, Christian. Lo sé, siempre he confiado en ti, y así sigue siendo. Como muy bien acabas de decir, ya no eres un niño pequeño, así que me gustaría mucho que fingiéramos que hoy es 18 de junio otra vez y celebrásemos juntos tu día especial. Los dos solos. - ¿Y Carrick? – ya sabía que lo de ayer iba a pasar factura, por algún sitio iba a salir. - Carrick ha salido para Atlanta, tiene una reunión de negocios y no volverá hasta mañana, justo a tiempo para recoger a Elliott y a Mia. Así que seremos sólo tú y yo, ¿te parece bien? - Claro. Claro que me parecía bien. Más que bien. Me tranquilizaba poder retrasar mi encierro interior un día más, y poder disfrutar de Grace para mí solo y no como en las últimas semanas, simplemente siguiéndola, andando detrás de ella como si fuera una carga que estuviera obligada a arrastrar. - Estupendo. Pues corre a darte una ducha, vístete y vámonos. ¡Yo voy a hacer lo mismo, que con esta cara no puedo ir a ningún sitio! - Yo creo que estás preciosa Grace. - Gracias, cariño. Ven aquí anda, deja que de un beso –abrió sus brazos para hacerme un sitio en su pecho, y acudí. Sí, definitivamente, mi nueva vida podía empezar un día después. Media hora más tarde me reuní con Grace en el salón acristalado. Yo me había puesto la ropa que Julianna me había preparado y dejado sobre la cama hecha, y unas viejas sandalias que heredé de Elliott; Grace se había vestido con un conjunto blanco de falda y camisa, y zapatos náuticos. Estaba morena y el blanco de la ropa resaltaba su color, disimulando un poco las ojeras de la noche en vela. Me sentí mejor. - ¡Oh! Estás guapísimo Christian. - Gracias –sonreí. - Pero, ¿esas zapatillas? - Son mis preferidas. - Lo sé cariño pero son horrosoras. Y además están muy viejas. Y lo que es peor: resbalan. Anda, ven conmigo, Olsen probablemente nos estará esperando ya. Salimos por la puerta principal al camino de grava que conducía a la salida de la casa. Olsen estaba efectivamente con el coche aparcado junto a la verja, frotando con un paño el capó. - Buenos días señora. Christian – acompañó el saludo de una leve reverencia con la cabeza. - Buenos días Olsen –dijo Grace. - Hola. - Podemos marcharnos ya. Christian necesita calzado nuevo. Mientras el coche salía por el paseo principal hacia la avenida que conducía al centro de la ciudad hice memoria intentando recordar si en alguna ocasión me habían regalado por mi cumpleaños algo tan simple como unos zapatos, y no lo conseguí. Un año me habían regalado un avión dirigido por control remoto, en otra ocasión una bicicleta. Desde que vivía con los Grey había recibido varios pares de esquís a medida que iba creciendo, un ordenador portátil, alguna consola con sus videojuegos, incluso en una ocasión un viaje a Orlando para visitar Disney World. Pero unos zapatos era un regalo extrañísimo y, sobre todo, muy poco típico de la familia Grey. Traté de ocultar mi extrañeza y de disimular mi decepción mirando fijamente a través del cristal tintado del coche. Al fin y al cabo era cierto que no me había portado demasiado bien en los últimos tiempos, y no me sorprendió cuando el 18 de junio anterior sólo había encontrado una sobria tarjeta sobre la mesa de la cocina, firmada por Grace, Carrik y mis dos hermanos, en la que me deseaban un feliz cumpleaños. Seattle iba pasando por delante de mis ojos, brillante, a la luz del verano que se empezaba a terminar. Los días eran un poco más cortos ya, y la brisa por las tardes era más fría cada día que pasaba. Seattle era la única ciudad que había conocido en vida, pese a no haberla visto jamás antes de mudarme a Bellevue con Grace y Carrick. Apenas recordaba nada de mi primera casa, en la que viví con mi madre y aquél tipo que nos pegaba. Apensa un par de imágenes inconexas y cada vez más difusas, que sólo se atrevían a saltar a mi mente en sueños. En pesadillas, para ser más exactos. Habían pasado ya diez años desde que aquello terminó pero había tantos huecos por rellenar que parecía imposible poder curar las heridas que me había provocado. Heridas que llevaría conmigo toda la vida, igual que las cicatrices de tantos golpes y tantas quemaduras que marcaban mi piel. - ¡Ya hemos llegado! – la voz de Olsen me sacó de mis pensmientos. – Nordstrom Rack, señora Grace. ¿Dónde quiere que les espere? - Aparque y váyase a tomar un refresco Olsen, hace un calor tremendo. En veinte minutos estaremos aquí de nuevo, no vamos a tardar demasiado. Únicamente tenemos que recoger una cosa. - Muchas gracias señora Grace. Aprovecharé para hacer unas compras que me ha encargado Julianna. - Perfecto Olsen, hasta luego. No solíamos ir de compras a grandes almacenes como estos. Grace siempre decía que eran sitios incómodos, confusos, y que tenían la música demasiado alta. Estaba cada vez más perplejo, ¿iba a comprarme unos zapatos en Nordstrom Rack? Ese era el tipo de sitio al que iba a comprar mi madre, mi verdadera madre. Si estaba jugando al despiste conmigo, iba por muy buen camino. - Grace, ¿qué hacemos aquí? - ¡Qué pregunta! Pues comprarte unos zapatos Christian, no puedes seguir yendo con esos andrajos. Podrías resbalarte y hacerte daño. Y yo no quiero que nada le pase a mi chico pequeño que ya es muy mayor –me contestó cogiéndome de la mano. Molesto, me solté. - ¡No soy tu chico pequeño! - Vale, perdona. Tienes razón. Está bien, no te cojo de la mano, pero no te separes de mí que aquí hay mucha gente. Nos dirigimos por las escaleras mecánicas hacia el departamento de calzado y mi sorpresa fue total cuando Grace se dirigió a un dependiente y le dijo que habían hablado por teléfono esa misma mañana. Que era la doctora Trevelyan-Grey y tenía que haber un paquete preparado para ella. El muchacho desapareció y Grace miró nerviosa a su alrededor. - No me gustan nada estos sitios… - ¿Y por qué no hemos ido a por los zapatos a la quinta avenida, como siempre? - Eso mismo me pregunto yo. Pensé que igual era divertido cambiar. No debería improvisar querido, es la última vez que lo hago. La próxima vez recuérdame que Rainier Square me gusta y Nordstrom Rack no. Pero ya que estamos aquí nos llevaremos los zapatos. - Como quieras, Grace. - Cuando se te queden pequeños iremos a nuestra vieja zapatería de siempre ¿de acuerdo? El dependiente salió de detrás de una puerta que daba a una especie de almacén, le entregó a Grace un paquete envuelto en papel rayado blanco y negro, y con una sonrisa amplísima le dijo: - ¿Le gustaría a usted hacerse socia de nuestros grandes almacenes? La tarjeta es gratuita y sólo tiene ventajas. Grace me miró ahogando una carcajada, pagó y salimos de allí lo más rápido que nos permitía el laberinto de expositores, burros, mostradores y escaleras mecánicas. En el coche me entregó el paquete y rasgué el papel. Había un par de zapatos náuticos azules, con los cordones de cuero marrón y gruesas suelas de plástico beige. Eran idénticos a los de Grace (salvo por la marca, seguro que ella no los había comprado en los grandes almacenes que odiaba). - Muchas gracias Grace, son preciosos. Es un regalo estupendo. - Oh, Christian, ¿creías que éste era el regalo? – reía a carcajadas. – ¿Tan poco me conoces? - Yo, pensé que sí, que esto era el regalo. Me parece bien Grace, sé que no me he portado muy bien este año. - Eres tan divertido querido. Anda, ponte los zapatos nuevos y mete directamente en el papel las horribles sandalias viejas de Elliott. ¡No quiero que vuelvan a entrar en casa! Y en cuanto lleguemos, tendrás tu regalo. ¡Había un regalo mejor! Aquello ya tenía más sentido. Grace no iba a regalarme unos simples zapatos, lo sabía. Apenas podía esperar a que llegáramos otra vez a Bellevue. Era como si todos los semáforos se hubieran puesto de acuerdo para estar en rojo a nuestro paso, como si en cada cruce hubiera peatones ante los que parar. Todas las bicicletas de Seattle se interponían en nuestro camino, y yo me moría de ilusión y de ganas de llegar a casa para ver mi regalo. Cuando la puerta de la verja principal se abrió creía que el corazón se me iba a salir del pecho, de lo fuerte que me latía. Estaba tan emocionado que las manos me empezaron a sudar y se me secó la boca. - Bien, ya estamos casi listos –salimos del coche y Grace me tomó de la mano. Esta vez no me quejé en absoluto. - ¿Dónde vamos? - Por aquí cariño, ven conmigo. Bordeamos por el sendero de pizarra hacia la cara oeste de la casa, la que daba al lago. Grace tenía la vista al frente, muy fija. De pronto se paró y me dijo: - ¿Has hecho bien la digestión? No pude responder porque no entendía nada pero entonces, señaló a un punto, me miró y yo… me quedé sin respiración. Era el mejor regalo que habría podido soñar.

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