jueves, 3 de abril de 2014

SOMBRA 34

Revisar estos recuerdos después de tantos años me ha hecho darme cuenta de lo solo que estaba entonces. Apenas había cumplido los trece años, llevaba más de ocho viviendo con Grace y Carrick y con su familia, y aún me sentía un extraño en esa casa en la que todo estaba siempre en su lugar. Ellos quisieron hacerme sentir parte de sus vidas y yo malentendí las señales. Decidí no tocar las cosas en lugar de usarlas y devolverlas a su lugar. Medir mis palabras en lugar de ser esponténeo; cambié los juegos sociales por los libros, por la tecnología. Todo lo que me permitiera construir una coraza a mi alrededor, una muralla protectora. Nada ni nadie podría entrar, ni salir. La última temporada en la escuela media, y los incidentes con Amanda me hicieron comprender que la vida social no estaba hecha para mí. Aquel verano, justo antes de empezar la escuela secundaria, Mia y Elliott fueron a un campamento con otros chicos de la escuela. A mí no me preguntaron si quería ir. No me obligaron. No intentaron, ni siquiera, que considerara la posibilidad de ir. Era como si finalmente hubieran aceptado que yo era un bicho raro. Durante las semanas en que Mia y Elliott estuvieron fuera Grace me llevaba con ella a todas partes, pero ya no me preguntaba qué quería hacer ni a dónde quería ir. Simplemente cargaba conmigo. Pasé horas sentado en el salón de belleza mientras ella tomaba larguísimas sesiones de rayos, en el saloncito de la modista mientras elegían tejidos para los trajes del otoño siguiente, en la recepción de la biblioteca del hospital cuando tenía sus reuniones con un grupo de investigación. Siempre en silencio, a su lado, agradecido por no haberme obligado a ir con mis hermanos al maldito campamento. Una vez la escuché hablar por teléfono. Elena, la señora Lincoln, estaba organizando una cena en el club de campo para recaudar fondos para una casa de acogida de niños víctimas del maltrato. - No puedo ir, Elena, entiéndelo. No quiero dejar a Christian en casa, y no me parece el sitio más adecuado para llevarlo a él, ¿no crees? Bajaba la voz cuando no quería que escuchara algo, pero no se iba. Simplemente susurraba, como así no me llegara el sonido. - Ya sé que no es la suya, y que no se va a encontrar a nadie allí de su vida anterior. Pero no quiero remover más su dolor, bastante mal lo estamos llevando últimamente. De eso se trataba, de remover mi dolor. Tras unos segundos de silencio Grace se despidió tajantemente de su amiga: - Pues claro que he buscado otros médicos, pero no queda nadie en esta ciudad dispuesto a ayudarme, y ya no sé qué más hacer. Llevarle a la cena no haría nada más que empeorar las cosas. Lo siento. Ya hablaremos. Cuando colgó había lágrimas en sus ojos. Apartaba la cabeza de mí para que no la viera llorar, pero era inútil, y su llanto se iba haciendo más y más fuerte. Entre hipidos me pidió perdón: - Lo siento, cariño, perdona. No es por ti, tú no has hecho nada malo. Pero yo sabía que sí lo había hecho. Llevaba años haciéndolo, peleando por minar la confianza de la única persona que me había dado su apoyo incondicional. Y ahora lo había roto. Igual que Jack rompió mi muñeco en la casa de acogida, igual que el cabrón pateó a mamá. Las cosas que quería se rompían, ése era el curso natural de las cosas. Grace lloró toda la tarde, y cuando llegó Carrick a casa la encontró hecha un ovillo en una esquina del sofá del salón, casi a oscuras. Yo les escuché hablar desde lo alto de las escaleras sin mucha dificultad, prácticamente no se esforzaban por bajar la voz, por disimular su agotamiento. Le contó cómo la cena de la señora Lincoln la había quebrado definitivamente. Había recordado los tiempos en los que me adoptaron y pensaba que podría ofrecerme una vida mejor, la vida que un niño se merece. Mirando atrás había comprendido que ninguno de aquellos esfuerzos había servido para nada, tal vez sólo para salvar mi vida, pero que yo no era feliz, y que empezaba a temer que nunca lo fuera. De vez en cuando se voz se ahogaba entre sollozos. Y un nudo crecía en mi estómago a medida que hablaba. Le contó los últimos encontronazos que había tenido en el colegio a finales del curso, que por lo visto le había ocultado porque sabía que habría perdido la paciencia conmigo. “Le sobreproteges, Grace” solía decirle. Carrick siempre había sido más duro conmigo que con Mia o Elliott. Por aquellos entonces yo solía pensar que era porque no era su hijo, porque me habían adoptado. Porque llegué con taras, marcado y herido. Elliott era un chico fuerte, sano y divertido, un deportista y un conquistador nato. Mia era sencillamente deliciosa. Buena, dócil, generosa… La niña de papá, eso lo sabíamos todos. Y luego estaba yo. El problemático niño adoptado. Solía pensar en qué pasaría si se arrepintieran definitivamente de haberme llevado con ellos. Si volverían a mandarme a aquella casa de acogida horrible en la que Jack rompía mis muñecos. Por eso tenía tanto miedo cada vez que Carrick se dirigía a mí enfadado. Yo sabía que Grace jamás me echaría, pero de él no estaba tan seguro. - ¿Qué quieres que hagamos, querida? Oh Dios mío, no, por favor. No dejes que se deshagan de mí… - No lo sé, cariño. Francamente, no lo sé. Dejarle en paz, supongo. Es lo único que quiere. Pero no estoy segura de que dejar en paz a un niño de trece años sea una buena decisión. Necesita el cariño de sus padres, de su familia. Pero no podremos dárselo si nos da la espalda. - ¿Y sus hermanos? Elliott empieza a estar harto ya de su comportamiento también. El otro día me dijo que Christian ha pegado a alguno de sus amigos. - Los amigos de Elliott no le dejan en paz. Siempre están metiéndose con él, burlándose porque es diferente. - Sí, pero Elliott tiene sólo quince años, y esto le está afectando. - Carrick, ojalá supiera qué hacer. Ojalá pudiera ayudarle. ¡Pero no sé cómo hacerlo! Tal vez más triste de lo que nunca haya estado, me fui a mi habitación, ya había escuchado bastante. Grace había luchado durante años por atravesar la barrera que me rodeaba. Peleó codo con codo conmigo hasta que conseguí hablar, me dio las herramientas que necesitaba para poderme comunicar con todos aquellos que no estaban dispuestos a hacer un esfuerzo semejante por mí. Y nunca dejó de confiar en mí. Hasta ahora. Ya ni siquiera Grace pensaba que pudiera llegar a ser un chico normal. Haberla decepcionado supuso un dolor tan profundo que levanté aún más los muros que me rodeaban. Calculé los daños, y medí las consecuencias: mi aislamiento sólo podría afectarla a ella: era la única, aparte del trajín de doctores por los que fui pasando, a la que parecía importarle qué pasaba dentro de mi cabeza. Me veía sufrir y adivinaba mi dolor pese a mis esfuerzos por esconderlo. Y tomé la decisión de crecer. De dejar de ser un niño de trece años que necesita el cariño y el calor de su familia. Ellos no eran mi familia, yo no lo sentía así, por mucho que lo repitieran. Aquella noche quité de las estanterías todos los muñecos que tenía. Aparté las fotos de cuando era niño y Grace y Carrick me recogieron de la casa de acogida. La de la primera pelota de fútbol que me regaló Elliott y junto a la que posábamos llenos de orgullo, sintiéndonos superestrellas. La de Mia recién llegada a casa en mis brazos. Escondí en una caja los cuadernos con los que Grace me enseñó a hablar. El nudo en mi estómago se iba apretando más a medida que los recuerdos se agolpaban en mi mente, traídos de la mano de los dibujos con los que empecé a comunicarme: el columpio, las tostadas, la pelota, la luz de la mesilla… A punto de quebrarme los cerré de un manotazo y aparté la caja. No podía meterme en la cama a llorar como tantas otras noches, eso tenía que terminarse. Y seguí guardando cosas que no tendrían cabida en mi vida nueva. El circuito de coches, el avión teledirigido, una caja con canicas, los puzzles. Sólo quedó la televisión y una estantería con las baldas medio peladas y algunos libros. Enrollé la alfombra que imitaba una ciudad, retiré las sábanas de animales salvajes y cogí de un cajón del aparador un juego más discreto, gris, sin colores ni dibujos. Esa noche nadie me llamó para cenar, y me sentía demasiado avergonzado como para ir a la cocina a buscar algo. Sentado en la cama, con las piernas cruzadas sobre la sobria sábana gris, me di cuenta de que era la primera vez que Grace y Carrick se olvidaban de mí. Y no fue para tanto. Al principio intenté descubrir qué habría pasado si Elliott o Mia hubieran estado en casa. ¿Se habrían olvidado también de preparar algo para cenar? No subieron ni una sola vez a verme, a hablar conmigo. Como si hubiera hecho algo terrible y el castigo más ejemplar que hubiera fuera el de su indiferencia. Sólo que no era un castigo. Simplemente ya no sabían qué hacer conmigo. Les oía trastear en el piso de abajo. Oía la puerta del mueble bar, que se abría y se cerraba. Oía caer hielo en una copa. Oí los tacones de Grace dirigiéndose a su habitación. Miré la puerta para comprobar que estaba entreabierta, esperando que se asomara, que entrara a preguntarme si quería comer algo. Pero no lo hizo. Sus pisadas pasaron de largo por delante de mi puerta hacia su dormitorio. Y escuché el suave mecanismo del picaporte. Eso era todo. Se habían ido a dormir sin reparar en mi presencia, en absoluto. Esa noche, apagué la luz para dormir. A la mañana siguiente me costó reconocer mi habitación, y mi estómago vació me recordó que lo de la noche anterior no había sido sólo un mal sueño. Mientras me vestía para bajar a desayunar me reafirmé en mi propósito de no dejar que nada más volviera a afectarme. El ninguneo al que me habían sometido mis padres la noche anterior podría haber resultado mucho más doloroso, pero no lo fue. No pasó nada. Y tampoco era la primera vez en mi vida que me quedaba sin cenar. El sabor metálico de los guisantes congelados volvía a mi boca con mucha facilidad… Podría vivir en una burbuja, y estaba dispuesto a hacerlo. Grace no volvería a sufrir más, ni Elliott tendría que volver a preocuparse porque amenazara a sus amigos. Y yo, decidí que era ya lo suficientemente mayor como para cuidarme solo.

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